Primer
concurso nacional de relatos cortos sobre gastronomía y erotismo La mirada ausente/ Miguel Ángel Ortiz Albero/ Publicación |
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La
mirada ausente/ Miguel Ángel Ortiz Albero/ Publicación
De Venus
es este fruto dorado: |
A las palmas sordas para los avechuchos acude rápido uno de los muchachos del servicio, ese al que llamo il fruttaiolo, el frutero, el portador de la cesta de frutas, la que a cada mañana me sirven para rebajar la pesantez de la cena anterior y aun el sabor persistente de los vinos. El muchacho, sensual en su lozanía y frescura, como las hojas y frutas que acarrea, no logra, sin embargo, asustar a los pájaros que acuden, como yo, a su cesta de fruta tan jugosa. Acaso no haya nada de veraz en él o acaso yo, como los pájaros, no pueda verlo. Acaso el Caravaggio acertase más con la cesta, con la melancolía que anuncia la fruta, esa melancolía para la que sin embargo es bien necesario ver de cerca al muchacho, o todavía mejor su carne macilenta, mórbida o hastiada, junto a la carne dorada de los frutos. Tomaré la cesta que habré de colocar en nueva estancia, sin pájaros ya, sobre la mesa. Se alza el sol en las mañanas. Observaré estas frutas que podría comer y que, como las de los poetas, parecen tocar al deseo por su sabrosa carne hinchada, casi reventada de miel, esperando cuchillos en su pulpa. La he colocado frente a la pared más sobria de la sala, apenas un lienzo suavemente terroso, y sobre el límite de la mesa, abismada en equilibrio inestable, con la fruta asomada al vacío y a su sombra. Tan sólo las frutas sobre el abismo. Lo transitorio de todas las cosas terrenas en una cesta a punto de caer en la nada. Pero yo he robado esta cesta de lo vacuo de la mesa de Emaús, para evocar ahora a la Eva expulsada del paraíso, para llamar al tormento de la carne y su goce, para moder la pulpa o hincarle el cuchillo mientras tiembla. Y no importa la podredumbre de algunas frutas tocadas o el recogerse sobre sí de algunas hojas, si las hay aún con gotas nuevas de rocio. Descubro la fertilidad frente a la sangre de las uvas; anhelo el deseo de la tierra y su desencadenamiento en las manzanas del pecado; adivino la ofrenda de fecundidad en las semillas del higo y la desnudez en sus hojas; saboreo el dulzor y el jugo evocador de la pera. Pero veo, pese a todo, también sus fragilidades e inconsistencias, sus machucones y agujeros y pieles resecadas y su vacío oscuro sobre el que pende la cesta repleta de apetencias. Lo veo todo ahí colocado ante mis ojos. Acaso la pulpa mida también el tiempo y su transcurso, y ya es mediodía en la cesta y en la estancia. Escojo de la cesta y por azar una granada, múltiple y diversa en su unidad, en la totalidad de su forma esférica; escojo así un pequeño mundo eterno de uniones profanas, de pasiones que han ido gotas de sangre en corona de espinas y que son ahora pasiones abiertas, desgranadas en deseo; escojo la fruta que se abre roja en suave jugo que es gozo del alma y gozo del cuerpo; escojo la carne abierta y elevada a los misterios más altos. Escojo sin saberlo a Proserpina, o no sé bien si es ella la que me ha escogido. De la mano de Rosetti y su hermandad, aparece atolondradora en los salones, con su boca gruesa y sensualmente perfilada, y me arrebata el fruto con su mano de la mía y ya me llama presto junto a ella en los infiernos. Es cierto como cantan desde Persia que de la mujer son sus labios jarabe de granadas y que otras dos de ellas brotan de su pecho. La Proserpina que ha sucumbido a la seducción, oculta ahora su pecho bajo un manto azul frío como el invierno, pero me abre cálida su fruto sobre la mano y me ofrece solícita ese jugo de sus labios, ese dulzor maléfico, arrastrándome con ella por las estancias frías, hasta la más oscura y brumosa de ellas. Ya rompió su ayuno del Hades, como lo hizo Eva con el de los paraísos, y ya me lleva con gozo al placer oscuro de la carne que me ofrece. Bendito seas Dante Gabriel por esta granada en que me embarcas. El atardecer, rojo, también se desgrana. Atardece lento aquí, a bordo de esta nave anclada por el Bosco en los pasillos del palacio, sobre el agua amenazante del pecado; quien se baña desnudo en esta agua sólo puede ser pecado, loco o libertino; y yo lo soy, tal vez todo, embarcado por sugerencias de Proserpina, esa muchacha, y arrojado febrilmente a las aguas impenetrables de la locura carnal. Mas no hay viaje para este navío de cuerpos desnudos, de copas llenas y mesas repletas, de gestos, llamadas y provocaciones blasfemas, de laúdes, trompas y tambores. No hay destino sino navegación circular, torbellino que arrastra a lo insondable de la carne, a su temblor y a su trueno, a su locura izada como enseña de los placeres terrenos. Y tierra hay, al fin a la vista, mejor si cabe que estas aguas inestables. He de desembarcar en los jardines de la casa, en esa Arcadia feliz de bacanales surcada por un río de vino, un río de vida, de vitalidad y alegría, para beber de él y volver a beber, para saber lo que es haber bebido, para reconocer la embriaguez hasta ser bebedor, vino y escanciador en uno, y aunque tgurbe la memoria y haga turbia la mirada, sentir ya el gusto de la sangre con la carne. De Tiziano es este paisaje suave y sereno, escenario con la mar al fondo y el navío fondeado, los cuerpos sensuales y los jarros escanciados; suya la luz dorada que resbala, como mi mirada lo hace por sobre la carnes, los cabellos y ropajes. De Tiziano y ahora mía en mi silencio es esta Ariadna adormecida que en su abandono reposa voluptuosa entre los cantos y las danzas, sobre la fina hierba, con el plato ya vacío entre las manos y las copas arrojadas junto a ella; abandonada está, tal vez hasta la muerte y de seguro hasta el delirio, fervor extraño del furor y el ímpetu; invadida por el entusiasmo de la posesión; mostrada convulsa en su quietud dramática. Duerme pues Ariadna y arrástrame contigo en ese tu sueño posible de sensualidad desenfrenada, en tu baile, teatro o banquete imaginario a las orillas del caos. Anochece rápido en las alcobas. Aún te atienden Ariadna o Danae o Venus veneciana,que más da, dos doncellas gentiles de palacio que bien dormida y agotada hasta aquí te han trasladado. He venido contigo a este lecho de princesa en el que ahora te muestras perfumada y sin vestidos de damasco ni brocados, entre terciopelos de rojo encendido o verde esmeralda o pardo dorado. Tu carne blanca es, desde tu indolencia, el más preciado de los manjares que busco. Y si la mía está ajada y desgarrada por las tentaciones, la tuya es compacta y fresca todavía, desordenada a un tiempo y violenta, bestia indomada e indomable que se me subleva en las contemplaciones. Es mi concupiscencia más de los ojos que de la carne, pero no puedo abandonar tu carne a las puertas de mis ensoñaciones. Ya no hay frutas, ni jarros con más vino, tan sólo tu cuerpo de doncella en los altares. Has despertado y miras y me invitas cubriendo el pubis con tus dedos entreabiertos. Ya sólo queda el fruto de la carne, el desvelamiento de la lujuria, el temblor que tanto he anhelado, ahora que te abres a la lluvia. Correré al fin las cortinas de la noche, bien para hundir cuchillos o miradas. Amanece sin pájaros hoy en la habitación turca; la de Balthus. Han pasado el tiempo y las miradas, el desorden de los cuerpos y sus evocaciones, los placeres del día y de las noches. Ella se contempla ausente en el espejo de mano, apenas desvestida. Frutas extrañas rebosan un cuenco junto a la ventana; son del color de su carne. La bebida reposa en cristal sobre la mesa. Yo lo miro todo una vez más y vuelvo a elegirlo tal vez como lo veo ahora, tal como lo he visto siempre en todos los cuadros de mi galería. Por pasar, puede que incluso haya pasado el desengaño. Acaso sea bien cierto, después de todo, que es pintar acariciar, pero aún es más cierto, creo, que es mirar trazar sutilmente las caricias. Y puestoque sé que me dominan las imágenes y que me arrastran siempre, sé que acaricio en ellas y con ellas y que trazo así los roces de mi carne. Acaricio la piel de un cuerpo, la suave pelusilla de la fruta, la superficie empastada de los lienzos. No más. Éste es el pequeño artificio de la mirada, el engaño sublime de los sentidos, la arquitectura equívoca del deseo. Éste es mi anhelo en el silencio. No puedo contar más. Así como los pájaros acudieron a la fruta pintada, así acudo yo, como pájaro a los goces pintados de la carne. Tal vez habré de descorrer esta cortina amarga que, pintada verazmente, engaña siempre a mis sentidos con dulzor. |
Quiero agradecer al Departamento de Actividades
Culturales de la Universidad de Zaragoza y muy especialmente a Francisco
Ruiz la ayuda, el buen trato y todas las facilidades dadas para que
estos relatos estén presentes en las páginas de la Guía. |
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